jueves, 19 de agosto de 2010



Podría tener una larga conversación privada con el dulce de leche. Sin intermediarios. Ni la excusa de la tristeza o el cansancio en el medio. Solo verlo me recuerda su necesidad. Así de cerca, así de cierto. No se me hubiera ocurrido pensar en él si no fuera por esta realidad de tenerlo enfrente. Inevitable y listo. Él me hablaría de mis recuerdos, de lo hermosa que estoy, que aún se acuerda de cuando yo, que siempre igual y que había estado pensando en mí porque. Todos los dulces de leche dicen lo mismo cuando se ponen nerviosos.
Yo le diría que se callara, que me dejara cerrar los ojos y abrir la boca, que se diera cuenta de los pocos segundos antes de alguna nueva interrupción, que dejara de hablar por favor, de traerme memorias de otra que tal vez fui hace 15 minutos, cuando todavía no lo había vuelto a ver así, tan a una cucharada furtiva de distancia. Le diría tantas cosas con solo mirarlo, que él, seducido, se ablandaría aún más de lo normal ante mi dedo invasor, mi dedo sediento, mi dedo goloso de él y nada más que de él en mi boca y nada más que en mi boca. Para entender que él existió siempre solamente para este momento. Para que yo en él y él en mí y qué me importa si el supermercado está lleno de gente y el repositor me mira de reojo y si hay un cartel en la góndola diciendo señora, basta, señora, que acá no se come, que lo que se come se paga.
Mientras, yo pienso que sí. Que podría tener una larga e interesante charla con este joven dulce de leche.