Dejo la puerta abierta. Necesito luz. A esta hora de la mañana me resisto a cualquier electricidad para poder mirar. De afuera, todo el que pasa no entiende. Peligro. Descuido. Mire que en la otra cuadra, ayer nomás… Mas voces, más fantasmas, más soledad incrédula a esta realidad que no deja lugar a dudas y sin embargo...
Alguien se para frente a la puerta. Me ve y no sabe, no, no sabe qué hacer frente a una puerta abierta. Golpea? Tose? No. Mira. Lo que puede, mira. Doña, dice.
(Por un momento, quisiera que hubiera pronunciado mi nombre. Hacerlo pasar y después de un mate cada uno, los dos sentados, preguntarle qué necesita. Para qué me necesita. Diciéndoselo a los ojos. Con la puerta abierta.)
(Yo escribo versos pero él los sabe de memoria y los recita sin pausa, como la gota que termina rompiendo el pavimento, así recita puerta tras puerta. Y sabe, parece que sabe como yo, que nada hay después de los versos.)
Miro alrededor. Nada útil. Después lo miro fijo. Tengo un mate y tortitas con dulce de leche. Querés? No sé cómo pude. Algo vuela acá adentro del comedor que es tan chico y de la mañana que es tan grande. Él me mira. Se sonríe. No termina de creer. Yo tampoco y también me río. Dale, le digo, pasá. Descansá un rato antes de seguir. No, doña, deje, no importa. Algo rojo en el gris de la piel lo vuelve hermoso. Y la sonrisa. La sonrisa que no se le cae. La sonrisa que me ilumina y me oxigena por todos lados. La sonrisa que se queda conmigo revoloteándome adentro.
Cuando se va, cierro la puerta. No quiero que nada me robe la magia.